A veces me doy cuenta de que he perdido el aliento, de que no estoy respirando. Aún así no soy consciente de que me estoy ahogando… qué raro no? No, no es raro, porque en ocasiones nos ahogamos poquito a poco, lentamente, de forma que hasta puede parecer algo dulce.
Pero, me falta algo, y esta carencia impide que el oxígeno pase de mi nariz hasta mis pulmones. No sé qué es! O quizá no quiero saberlo, porque aunque me cueste respirar, tampoco lo estoy pasando tan mal. Puedo aguantar así más tiempo. Creo.
Me está dejando débil y confusa. Tengo tantas cosas que hacer que no hay tiempo para quitarme esto del cuello.
Uff… pesa, molesta, me enfado, lo pago con él por estar cerca y le echo la culpa de todo. Caigo y no me puedo levantar. Hago mi vida desde ahí, el suelo, aunque nadie puede ver lo mal que estoy porque siempre llevo mi disfraz. Salgo de casa como si todo fuera y estuviera perfecto.
Ya no puedo levantarme. El oxígeno no llega a la sangre, la sangre no llega al corazón. Sigo caminando, cocinando, estudiando, riendo, limpiando, quedando; pero esa no soy yo! Es mi disfraz.
Ahora no puedo ver, ni tampoco oír. Esto que tengo en el cuello no me deja respirar. No sé qué esta pasando ahí fuera. No tengo fuerzas para ponerme el disfraz. No puedo moverme. Me he quedado sin aire.
De repente, alguien me quitó eso que me mataba (pude ver que aquéllo era una gruesa cadena de hierro, lo que me resultó extraño, ya que cuando me la regalaron era una gargantilla de oro blanco). De un golpe, recobré el aliento, como si un huracán de aire hubiera en mi interior.
Con la visión todavía oscura, mis oídos escuchaban una melodía. Parecía una canción de amor, como la que una madre cantaría a un hijo recién nacido. Entonces sentí en mis brazos, manos, cabeza, piernas y todo mi cuerpo… amor. Me había dado cuenta de que la canción era para mí! No entendía la letra, ni podía distinguir el sonido de ningún instrumento. Sólo sabía que era para mí, pero no entendía por qué.
Quise abrir los ojos, para ver quién era. Al principio sólo veía claridad, hasta que me incorporé y… lo vi. Débil por el poder de su presencia, entendí todo. Yo sola me puse aquélla cadena, y con ayuda del mundo, de vez en cuando me la apretaba. Fui llorando a rastras hasta sus pies y se los besaba. No podía parar de llorar hasta que se agachó, levantó mi rostro de sus pies y me ayudó a incorporarme. Volvió a sonar la melodía. Ahora si la entendía! Decía:
‘Mi preciosa hija,
te amo.
Hija mía
ahora eres limpia,
ámame.’
Mientras me cantaba, quedé paralizada en sus ojos. Su mirada fija en mí, me hacía sentirme felizmente desnuda. No había secretos para él. Yo también podía ver sus sentimientos: deseaba que me quedara con él y que le amara tanto como él me estaba amando.
En un instante, salí de su mirada y ví que estaba brillando. El brillo no era como el de una piedra preciosa, si no como el de una estrella. Sí, brillaba tanto como el sol. Y sentí el calor que desprendía, era diferente del que yo hasta entonces conocía. Abrasaba mi piel, pero no me dolía. Me hacía sentir bien. Sin pensar nada más, me lancé a sus brazos.
Abrí los ojos. Respiré hondo. Me levanté de la cama, y adoré a mi rescatador: Jesús.